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Tengo una Jane Austen en mi sopa, por Irenea Morales

13 Diciembre 2021 |

Tengo una Jane Austen en mi sopa o por qué la autora británica nos gusta más que nunca

Es una verdad universalmente reconocida que una obra, si lleva el sello de Jane Austen, conquistará sin remedio a los lectores.

Y este es un hecho que se demuestra cada año, con cada reedición de las novelas de la archiconocida autora inglesa, con cada adaptación cinematográfica y con cada retelling de sus inolvidables historias. Pero ¿cómo es posible que temas tan aparentemente tradicionales como los que aborda en sus novelas nos sigan apasionando más de doscientos años después?

Os daré una pista: la clave está en la palabra «aparentemente».

Jane Austen (Steventon, 1775 - Winchester, 1817) fue una novelista británica con un talento literario que la convirtió en un todo un referente a nivel mundial, traspasando las fronteras de la lengua inglesa. Pero no solo las excelsas características de su escritura la hicieron merecedora del lugar que ocupa para todos aquellos que amamos sus historias, también contribuyeron a ello la universalidad de los temas que trataba y, sobre todo, el ingenio, la ironía y la crítica que encontramos en todas sus obras. 

A Jane le gustaba comparar su trabajo con el de una artesana que realizara una talla diminuta en marfil. Partía de la base de un material precioso —que en su caso sería el entorno doméstico de la gentry (aristocracia rural) británica— para plasmar con metódica minuciosidad cada detalle de los personajes y de aquel ámbito tan reducido que no por cotidiano carecía de interés o importancia. 

En ese entorno tan cerrado creado por Austen es donde podremos observar lo que Unamuno llamó «la intrahistoria de los personajes»: de repente, casi parecen cobrar vida; los vemos como nuestro reflejo, son personas reales con las que podemos identificarnos; tienen las mismas necesidades que cualquiera de nosotros, sienten miedo, se preocupan y toman buenas o malas decisiones. 

Y, sin duda, este es uno de los elementos clave para entender por qué la obra de Jane Austen rompe con la perspectiva del romanticismo canónico y sigue tan vigente hoy en día.

Austen escribe sobre las relaciones humanas, no solo del amor romántico —pese a lo que muchos profanos piensen—, aunque sí tenemos que admitir que este tendrá un peso importante en sus historias. Al fin y al cabo, en una época como la georgiana (finales del siglo XVIII - principios del XIX) o durante el período de Regencia, el único futuro aceptable para una mujer de una clase social similar a la de Jane era contraer matrimonio. La autora convierte a sus heroínas en cenicientas «modernas» que pierden o carecen del estatus social que les permitiría vivir holgadamente, por lo que, teniendo en cuenta que la economía era un elemento fundamental y prioritario para estas mujeres, el único final posible es el de un matrimonio ventajoso. 

La autora lo sabe. Lo ha visto una y otra vez en su entorno. 


Y, con la sagaz ironía que la caracteriza, lo pone en boca de sus narradores y personajes; tan solo hay que leer la primera frase de Orgullo y prejuicio, a la que he querido hacer un guiño al principio del artículo. ¿Quién podría resistirse a las diez mil libras al año de Darcy? Desde luego, Lizzy Bennet no. 

Aunque una cosa está clara: antes de llegar al altar, las heroínas de Austen tienen que conquistar su espacio. No se limitan a bordar entre suspiros viendo la vida pasar. Actúan, luchan y se hacen valer. Superan obstáculos y adquieren el autoconocimiento que les permite ser mejores en un aspecto u otro. Y esto se convierte en otro de los elementos por los que sus tramas nos siguen cautivando hoy en día: entendemos a esas protagonistas y nos congraciamos con ellas. Queremos crecer como ellas. 

Si a esto le unimos la riqueza de los personajes secundarios, desde la entrañable Miss Bates al insufrible señor Collins, pasando por toda una serie de personalidades de moral dudosa —cuyas transgresiones siempre son castigadas o retribuidas—, de las que tanto se han servido en Gossip Girl o Chicas malas, el disfrute está asegurado.

Un elemento más que nos atrae irremediablemente de las novelas de Jane Austen son los protagonistas masculinos. ¿Por qué sus galanes en levita nos resultan tan irresistibles? Además de, obviamente, por la imagen de la miniserie de la BBC en la que Colin Firth sale con la camisa empapada, nos llaman la atención porque Austen no los convierte en príncipes azules. Son tan imperfectos como los chicos con los que nos cruzamos en la vida real y, a lo largo de la novela, deberán experimentar un aprendizaje —por sí mismos, claro, no es tarea de sus partenaires el hacer que cambien— para alcanzar una experiencia amorosa plena, de modo que tanto ellos como sus parejas consigan el final feliz que todos esperamos.

Por todo esto y por muchas cosas más, la obra de Jane Austen ha sido y es tan importante para aquellos que disfrutamos creando historias. Y es tan poderosa la atracción que sentimos por esta genia literaria que auguro que lo seguirá siendo para las generaciones futuras. Nos da igual si Emma es una niñata multimillonaria de Beverly Hills llamada Cher, si los enfrentamientos dialécticos entre Lizzy y Darcy transcurren entre bailes de Bollywood o si una muchacha londinense en pleno siglo XXI puede llegar a casa de los Bennet a través de una pequeña portezuela situada en su bañera. Para un auténtico austenita todo es válido porque, cuando sacudimos todo el artificio, la esencia de esas historias universales permanece. Al igual que tampoco podemos evitar que nuestra admiración se derrame y se mezcle con las palabras que acabarán dando vida a nuestros propios personajes.

Así ocurre, inevitablemente, en Una visita inesperada, mi nueva novela, en la que Florence Morland toma su apellido de la protagonista de La abadía de Northanger para, al igual que ella, se verá inmersa en una historia gótica en la que le costará discernir qué hay de real en todo lo que allí sucede. Así como en la relación entre las dos hermanas protagonistas, Florence y Daisy, que nos evoca sin remedio a la de Elinor y Marianne, con sus personalidades dispares y la lucha entre razón y emoción.


No me avergüenza en absoluto admitir que soy ese tipo de escritora a la que, cuando se le pregunta por su autora favorita, contesta con orgullo Jane Austen. Y sí, sé que somos muchas las que responderíamos exactamente lo mismo, pero no se trata de falta de originalidad, sino más bien de un exceso de admiración. 

Austen, que también tuvo que enfrentarse en su día a detractores que restaban méritos a las novelistas como ella, seguro que sabría sacar punta con su buen gusto y su genio a quienes, por desconocimiento, siguen menospreciando la calidad de su obra. Pero sin duda, lo más divertido de todo sería saber cómo reaccionaría Jane al conocer la forma en la que su obra nos ha inspirado durante los últimos doscientos años y lo seguirá haciendo en el futuro.


Gracias, Jane, por descubrirnos el placer de leerte, por inspirarnos y por esas irreverentes protagonistas a las que tanto admiramos. Gracias por haber escrito historias para todas y cada una de nosotras. Gracias por tu talento transgresor que traspasa el límite del tiempo y el espacio. 



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